- c. 110 d.C -

Colosseum, Antigua Roma

Ignacio de Antioquía (c.30- c.107/113 d.C) fue un escritor cristiano del siglo I que fue martirizado en el Coliseo Romano por negarse a adorar a los dioses del Imperio Romano. Fue uno de los primeros Padres de la Iglesia Primitiva, colaborador del apóstol Pablo (c.5-c. 64/65 d. C.) y obispo de Antioquía en Siria. Probablemente también discípulo de los apóstoles Pedro (finales del siglo I a. C. - c. 64 o 67 d. C.) y Juan, el discípulo amado (c. 6-c. 100 d.C.). De hecho, Teodoreto de Ciro (c.393-c.458/466) afirmó que el propio Pedro dejó instrucciones a Ignacio para que dirigiera la iglesia en Antioquía.

Tras comparecer ante las autoridades en tiempos del emperador Trajano (53-117 d.C) hacia el año 110 d.C y declarar su fidelidad a Jesucristo, fue condenado a morir por las fieras en Roma. Policarpo de Esmirna (c. 70-155), Ireneo de Lyon (c. 130-c. 202 d.C.) y Orígenes de Alejandría (c.184-c.253) se refieren a él o a sus epístolas en sus escritos, confirmando lo que sabemos de su vida.

'Ignacio, llamado también Teóforo, a aquella que es grandemente bendecida en la plenitud de Dios Padre, predestinada antes de los siglos a estar por siempre, para una gloria que no pasa, inquebrantablemente unida y elegida en la pasión verdadera, por la voluntad del Padre y de Jesucristo nuestro Dios, a la Iglesia digna de ser llamada bienaventurada, que está en Éfeso de Asia, mi saludo en Jesucristo y en un gozo irreprochable'.

Carta de Ignacio de Antioquía escrita desde Esmirna a las Iglesias de Éfeso hacia el año 110 d.C. cuando se dirigía a Roma, donde fue llevado a sufrir el martirio.

Un Mártir en el Coliseo Romano

El regreso del emperador romano Trajano (53-117 d.C) a Roma, tras la Conquista definitiva de Dacia entre el 101 y el 106 d.C., se celebró con ciento veintitrés días de espectáculos. Diez mil gladiadores perecieron en los juegos y muchos de los condenados fueron también devorados por las fieras, por el solo hecho de ser cristianos.

Entre los prisioneros se encontraba Ignacio de Antioquía (c.30- c.107/113 d.C), quien tras ser arrestado y juzgado, abandonó la gran metrópoli de Siria rumbo a Roma, cargado de cadenas y bien escoltado por un pelotón de diez soldados de la cohorte lepidiana, llamados leopardos.

No se sabe mucho sobre él pero lo que sabemos se basa principalmente en sus propios escritos donde se puede ver a un hombre valiente enamorado de Jesucristo y un verdadero pastor de almas, preocupado únicamente por custodiar el rebaño que le había sido encomendado. Su mejor retrato nos lo ofrece él mismo en las famosas siete cartas que escribió a diversas comunidades cristianas mientras se dirigía a Roma para ser martirizado.

Yo sé quién soy y a quién escribo: yo soy un condenado; vosotros, habéis obtenido misericordia; yo estoy en el peligro; vosotros estáis seguros. Vosotros sois el camino por donde pasan aquellos que son conducidos a la muerte para encontrar a Dios, iniciados en los misterios con Pablo, el santo, quien ha recibido el martirio y es digno de ser llamado bienaventurado. Pueda yo ser encontrado sobre sus huellas cuando alcance a Dios; en todas sus cartas os recuerda en Jesucristo. 
Poned, pues, empeño en reuniros más frecuentemente para rendir a Dios acciones de gracia y alabanza. Porque cuando vosotros os reunís a menudo, las potestades de Satanás son abatidas y su obra de ruina destruida por la concordia de vuestra fe. 

Carta de Ignacio de Antioquía escrita desde Esmirna a las Iglesias de Éfeso hacia el año 110 d.C. cuando se dirigía a Roma, donde fue llevado a sufrir el martirio.

Cuatro fueron escritas desde Esmirna a las Iglesias de Éfeso, Magnesia, Tralles y Roma; en ellas les agradece las muestras de afecto hacia él, les advierte contra las herejías y les anima a unirse con sus obispos; en la carta dirigida a los romanos les ruega que no hagan nada para evitar su martirio, que es su mayor aspiración.

Las otras tres las escribió desde Tróade: a la Iglesia de Esmirna y a su amigo el obispo Policarpo de Esmirna (c. 70-155), a quien agradece su atención, y a la Iglesia de Filadelfia; son similares a las otras cuatro, añadiendo la gozosa noticia de que ha terminado la persecución en Antioquía y, en la dirigida a Policarpo, da algunos consejos sobre cómo desempeñar sus deberes como obispo.

Estas cartas son una espléndida fuente para el conocimiento de la vida interna de la Iglesia primitiva, con su clima de preocupación y afecto mutuos; nos muestran también el sentimiento de Ignacio, lleno de amor a Cristo.

He sabido que tenéis una mente intachable y sois firmes en la paciencia, no como hábito, sino por naturaleza, según me ha informado Polibio vuestro obispo, el cual por la voluntad de Dios y de Jesucristo me visitó en Esmirna; y así me regocijé mucho en mis prisiones en Jesucristo, que en él pude contemplar la multitud de todos vosotros. Por tanto, habiendo recibido vuestra piadosa benevolencia de sus manos, di gloria, pues he visto que sois imitadores de Dios, tal como me habían dicho.

Carta de Ignacio de Antioquía escrita desde Esmirna a la Iglesia de Tralles en Asia hacia el año 110 d.C. cuando se dirigía a Roma, donde fue llevado a sufrir el martirio.

Poco se sabe sobre su arresto, quiénes lo acusaron o su juicio. La información que ha llegado hasta nuestros días es la que nos brinda en sus cartas.

Aparentemente en ese tiempo había varias facciones en la iglesia de Antioquía y algunas habían llegado a tales extremos en sus doctrinas que Ignacio se había opuesto a ellas con gran pasión. Su acusación ante las autoridades pudo haber resultado de estas polémicas, aunque otra posibilidad es que algún pagano, ante la admiración que recibía Ignacio, decidiera llevarlo a los tribunales. En cualquier caso, por una razón u otra fue arrestado, juzgado y condenado en Roma.

Su arresto alentó la fantasía del autor del manuscrito, Martyrius Colbertinus, quien ideó un diálogo ficticio entre Ignacio de Antioquía (c.30- c.107/113 d.C) y el emperador romano Trajano (53-117 d.C). En ese diálogo, escenificado en la propia Antioquía, Trajano pregunta con arrogancia: '¿Quién eres tú, miserable demonio, que desobedeces mis órdenes...?' Mientras que la respuesta de Ignacio es la que uno esperaría de él: "Nadie llama miserable al portador de Dios, el Teóforo". Tras esto, Trajano, disgustado, lo condena a muerte.

En sus cartas, él mismo mencionó repetidamente que llevaba el sobrenombre de "Portador de Dios", lo que es una indicación del respeto que gozaba en la comunidad cristiana. De hecho, existe la tradición de que Ignacio de Antioquía fue el niño que Jesús tomó y colocó entre quienes lo rodeaban en el pasaje bíblico de Mateo 18:2-4: Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos, y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así que, cualquiera que se humille como este niño, ese es el mayor en el reino de los cielos.

Pero más allá de esto, lo que sí sabemos con certeza es que a principios del siglo II Ignacio gozaba de gran autoridad en la iglesia cristiana, ya que era el segundo obispo de una de las comunidades cristianas más antiguas e influyentes, la iglesia de Antioquía, la misma iglesia desde donde el apóstol Pablo (c.5-c. 64/65 d. C.) y Bernabé emprendieron sus viajes misioneros.

Al ser trasladado a Roma, Ignacio de Antioquía y los soldados que lo custodiaban tuvieron que pasar por Asia Menor y en el camino se acercaron muchos cristianos de la región, quienes fueron recibidos con alegría por él.

'Escribo a todas las iglesias, y hago saber a todos que de mi propio libre albedrío muero por Dios, a menos que vosotros me lo estorbéis. Os exhorto, pues, que no uséis de una bondad fuera de sazón. Dejadme que sea entregado a las fieras puesto que por ellas puedo llegar a Dios. Soy el trigo de Dios, y soy molido por las dentelladas de las fieras, para que pueda ser hallado pan puro de Cristo. Antes atraed a las fieras, para que puedan ser mi sepulcro, y que no deje parte alguna de mi cuerpo detrás, y así, cuando pase a dormir, no seré una carga para nadie'. (IV)

Carta de Ignacio de Antioquía escrita desde Esmirna a los romanos hacia el año 110 d.C. cuando se dirigía a Roma, donde fue llevado a sufrir el martirio.

Una de las cartas más reveladoras es la que escribió desde Esmirna a los romanos. De alguna manera, había recibido noticias de que los cristianos en Roma estaban trabajando en esfuerzos para salvarlo de la muerte. Pero Ignacio no vio con buenos ojos tal proyecto porque ya estaba dispuesto a dar su vida por Jesucristo, y cualquier acción que pudieran realizar sus hermanos romanos sería un obstáculo para él.

Por eso escribe a los romanos: "Porque temo vuestro mismo amor, que no me cause daño; porque a vosotros os es fácil hacer lo que queréis, pero para mí es difícil alcanzar a Dios, a menos que seáis clementes conmigo" (I). 

El propósito de Ignacio era, como él mismo dice, ser imitador de Jesucristo y agradar a Dios. "Porque no quisiera que procurarais agradar a los hombres, sino a Dios, como en realidad le agradáis. Porque no voy a tener una oportunidad como ésta para llegar a Dios, ni vosotros, si permanecéis en silencio, podéis obtener crédito por ninguna obra más noble. Porque si permanecéis en silencio y me dejáis solo, soy una palabra de Dios; pero si deseáis mi carne, entonces nuevamente seré un mero grito (tendré que correr mi carrera). Es más, no me concedáis otra cosa que el que sea derramado como una libación a Dios en tanto que hay el altar preparado; para que formando vosotros un coro en amor, podáis cantar al Padre en Jesucristo, porque Dios ha concedido que (yo) el obispo de Siria se halle en el Occidente, habiéndolo llamado desde el Oriente. Es bueno para mí emprender la marcha desde el mundo hacia Dios, para que pueda elevarme a Él" (II).

De esta manera el obispo de Antioquía marchaba alegremente hacia las fauces de los leones en los juegos que se celebrarían en el Coliseo Romano.

'Desde Siria hasta Roma he venido luchando con las fieras, por tierra y por mar, de día y de noche, viniendo atado entre diez leopardos, o sea, una compañía de soldados, los cuales, cuanto más amablemente se les trata, peor se comportan. Sin embargo, con sus maltratos paso a ser de modo más completo un discípulo; pese a todo, no por ello soy justificado. Que pueda tener el gozo de las fieras que han sido preparadas para mí; y oro para que pueda hallarlas pronto; es más, voy a atraerlas para que puedan devorarme presto, no como han hecho con algunos, a los que han rehusado tocar por temor. Así, si es que por sí mismas no están dispuestas cuando yo lo estoy, yo mismo voy a forzarlas. Que vengan el fuego, y la cruz, y los encuentros con las fieras [dentelladas y magullamientos], huesos dislocados, miembros cercenados, el cuerpo entero triturado, vengan las torturas crueles del diablo a asaltarme. Siempre y cuando pueda llegar a Jesucristo'. (V)

Carta de Ignacio de Antioquía escrita desde Esmirna a los romanos hacia el año 110 d.C. cuando se dirigía a Roma, donde fue llevado a sufrir el martirio.

Si se interpreta literalmente la expresión "...por tierra y por mar...", se puede concluir que efectivamente el grupo que escoltaba a Ignacio de Antioquía se embarcó en Seleucia y realizó parte del viaje por mar. Por alguna razón, desembarcaron en Atila y cruzaron las montañas hasta el enclave de Laodicea y desde allí podrían haber descendido por el valle del río Meandro hasta la ciudad costera de Éfeso. Sin embargo, continuaron hacia Hierápolis, para cambiar de valle y llegar a Esmirna, ciudad situada algo más al norte y, por tanto, más cercana a Tróade, la puerta de entrada a Europa.

Un relato tardío de su martirio en el manuscrito Martyrius Colbertinus compuesto en los siglos IV-V, reconstruye con ciertas dosis de imaginación el viaje de Siria a Roma e indica el 20 de diciembre como fecha del martirio. Según este documento, Ignacio de Antioquía había sido discípulo u oyente del apóstol Juan, posibilidad también considerada por Jerónimo de Estridón (347-420).

Su custodia durante el traslado estuvo confiada, como él mismo dice, a un pelotón de soldados de la cohorte lepidiana, llamados leopardos, que "cuanto más amablemente son tratados, peor se comportan". No debieron tratarlo con mucho respeto a juzgar por este otro comentario: "... con sus maltratos paso a ser de modo más completo un discípulo".

La expresión griega leopardis (leopardos) utilizada para describirlos puede hacer referencia al carácter rudo y salvaje de sus guardias, pero también se especula que era el nombre de algún regimiento romano o una alusión a aquellas pieles de animales con las que algunos soldados se cubrían la cabeza. 

'Los confines más alejados del universo no me servirán de nada, ni tampoco los reinos de este mundo. Es bueno para mí el morir por Jesucristo, más bien que reinar sobre los extremos más alejados de la tierra. A Aquél busco, que murió en lugar nuestro; a Aquél deseo, que se levantó de nuevo por amor a nosotros'.

Carta de Ignacio de Antioquía escrita desde Esmirna a los romanos hacia el año 110 d.C. cuando se dirigía a Roma, donde fue llevado a sufrir el martirio.

Ahora que está dispuesto a morir, lo único que quiere es que sus hermanos romanos pidan por él, no libertad, sino fuerza para afrontar la prueba. La razón por la que Ignacio de Antioquía estuvo dispuesto a aceptar su muerte fue que a través de ella llegaría a ser un testimonio vivo de Jesucristo.

Ignacio se muestra como un hombre de gran corazón y se conmueve al apreciar la bondad de los cristianos, quienes en cuanto se enteran de su cautiverio, se prodigan con él, le proporcionan lo necesario para el viaje y le ofrecen acompañarlo para compartir su destino. A estas alturas son muchos los que corren a consolarlo desde diferentes regiones, pero son ellos los que regresan conmovidos y contagiados del amor de Dios.

Apenas habéis sabido en efecto que yo venía de Siria encadenado por el Nombre y la esperanza que nos son comunes, esperando tener la suerte, gracias a vuestras oraciones, de combatir contra las bestias en Roma, para poder, si tengo esa suerte, ser discípulo; vosotros os apresurasteis en venir a verme. (II).

Carta de Ignacio de Antioquía escrita desde Esmirna a las Iglesias de Éfeso hacia el año 110 d.C. cuando se dirigía a Roma, donde fue llevado a sufrir el martirio.

Gracias a su intensa vida interior, Ignacio intenta hacer el mayor bien posible en las regiones por donde pasa, abriendo a los demás el tesoro de dones que el Espíritu Santo le ha concedido. 

Con gran humildad afirma: "Yo no os doy órdenes como si fuera alguien. Porque si yo estoy encadenado por el Nombre, no soy aún perfecto en Jesucristo. Ahora, no he hecho más que comenzar a instruirme, y os dirijo la palabra como a condiscípulos míos. Más bien, soy yo quien tendrá necesidad de ser ungido por vosotros con fe, exhortaciones, paciencia, longanimidad", pero sabe utilizar un tono enérgico cuando es necesario: no evita corregir aunque duela, ni denunciar herejía o desviación disciplinaria.

A lo largo de su camino, observa y escucha lo que sucede: discierne rápidamente los viejos errores combatidos por los Apóstoles de Jesucristo, abordando principalmente el gnosticismo y el docetismo.

El fundamento de estas herejías era la creencia pagana en el dualismo: el espíritu es bueno, la carne es mala. Reconocieron un conflicto eterno entre el bien y el mal, la mente y la materia, la idea y el objeto. Según los gnósticos, Satanás es el eterno opuesto del Dios bueno y con esta visión del mundo espiritual, la gente podría decir que Dios tiene poder y quizás conocimiento limitados y está haciendo lo mejor que puede con un mundo pecaminoso.

Esta herejía separó al Cristo divino del Jesús humano y enseñó que el Cristo divino vino sobre el Jesús humano en Su bautismo y partió justo antes de Su muerte. Según el docetismo, dado que Dios es espíritu y el espíritu es bueno, pero la carne es mala, entonces si Jesús es Dios, no podría haber asumido una carne pecaminosa. El Jesús que vivió entre los hombres y murió en la cruz era simplemente un fantasma con apariencia de cuerpo.

El anciano Ignacio de Antioquía afirma que si Jesús realmente no hubiera tomado un cuerpo humano y muerto como hombre, entonces no podría haber hecho expiación por nuestros pecados. Sus cartas enfatizaron la importancia de la comunión como medio para enfatizar la realidad de la humanidad de Jesús. Creía que si Jesús no derramaba verdaderamente su sangre, su martirio no tendría sentido.

Doy gloria a Jesucristo el Dios que os concede tal sabiduría; porque he percibido que estáis afianzados en fe inamovible, como si estuvierais clavados a la cruz del Señor Jesucristo, en carne y en espíritu, y firmemente arraigados en amor en la sangre de Cristo, plenamente persuadidos por lo que se refiere a nuestro Señor que Él es verdaderamente del linaje de David según la carne, pero Hijo de Dios por la voluntad y poder divinos, verdaderamente nacido de una virgen y bautizado por Juan para que se cumpliera en El toda justicia, verdaderamente clavado en cruz en la carne por amor a nosotros bajo Poncio Pilato y Herodes el Tetrarca (del cual somos fruto, esto es, su más bienaventurada pasión); para que Él pueda alzar un estandarte para todas las edades por medio de su resurrección, para sus santos y sus fieles, tanto si son judíos como gentiles, en el cuerpo único de su Iglesia.

Carta de Ignacio de Antioquía escrita desde Tróade en Asia a la Iglesia de Esmirna hacia el año 110 d.C. cuando se dirigía a Roma, donde fue llevado a sufrir el martirio.

Finalmente, una de las siete cartas escritas por Ignacio de Antioquía es a su amigo Policarpo de Esmirna (c. 70-155) y es el único de los escritos que está dirigido a una persona y no a una comunidad. Impresionado por el joven, Ignacio le escribió una carta de exhortación desde Tróade y se trata de una carta que una persona en camino a la muerte dirige a otra que tiene una vida por delante, una tarea que cumplir al frente de su Iglesia. Se trata de una lista de consejos muy variados destinados a preparar a Policarpo para su labor ministerial.

Algún tiempo después, Policarpo escribió a los filipenses pidiéndoles noticias sobre lo que le había sucedido a Ignacio. Sin embargo, no sabemos con certeza qué le respondieron sus hermanos de Filipos, aunque todo parece indicar que para entonces ya había muerto como se esperaba, tras su llegada a Roma.

Ignacio, llamado también Teóforo, a Policarpo, que es obispo de la iglesia de Esmirna, o más bien que tiene por su obispo a Dios el Padre y a Jesucristo, saludos en abundancia.
Dando la bienvenida a tu mente piadosa que está afianzada como si fuera en una roca inconmovible, doy gloria sobremanera de que me haya sido concedido ver tu faz intachable, por la cual tengo gran gozo en Dios. Te exhorto por la gracia de la cual estás revestido que sigas adelante en tu curso y en exhortar a todos los hombres para que puedan ser salvos. Reivindica tu cargo con toda diligencia de carne y de espíritu. Procura que haya unión, pues no hay nada mejor que ella. Soporta a todos, como el Señor te soporta. Toléralo todo con amor, tal como haces. Entrégate a oraciones incesantes. Pide mayor sabiduría de la que ya tienes. Sé vigilante, y evita que tu espíritu se adormile. Habla a cada hombre según la manera de Dios. Sobrelleva las dolencias de todos, como un atleta perfecto. Allí donde hay más labor, hay mucha ganancia.

Carta de Ignacio de Antioquía escrita desde Tróade en Asia a Policarpo de Esmirna hacia el año 110 d.C. cuando se dirigía a Roma, donde fue llevado a sufrir el martirio.

Sin duda, hombres tan valientes y llenos de fe como Ignacio de Antioquía (c.30- c.107/113 d.C) nos inspiran a vivir vidas más apasionadas por Jesucristo. Aunque los escritos de Ignacio se acercan en el tiempo a la redacción de los Evangelios y ofrecen pistas valiosas sobre la situación de las comunidades cristianas a finales del siglo I y principios del II, las herejías y los problemas que abordó siguen siendo relevantes hoy y podemos aprender mucho de sus escritos.

No debemos permitir que el temor de Dios se pierda por el temor al hombre y en tiempos difíciles y de persecución, es importante pedirle a Dios la llenura de su Espíritu Santo y la revelación de su Palabra para que en el momento que Él nos diga podamos abrir la boca y hablar la verdad con autoridad.

Y ahora, que toda la gloria sea para Dios, quien puede lograr mucho más de lo que pudiéramos pedir o incluso imaginar mediante su gran poder, que actúa en nosotros. ¡Gloria a él en la iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones desde hoy y para siempre! Amén. (Efesios 3:20-21)

Este sitio está desarrollado por Westcom, Ltd., y actualizado por Ezequiel Foster © 2019-2024.