- c. 11 d.C - 

Nazaret, Reino de Judea 

Imperio Romano 

José de Nazaret fue el esposo de María, quien fue la madre de Jesús y, por tanto, el padre de Jesús. En la Biblia aparece en los evangelios de Mateo y Lucas. Según el Evangelio de Mateo, era un artesano de oficio (en el original griego, τέκτων), lo que en los primeros siglos del cristianismo ya se conocía como carpintero, profesión que habría enseñado a su hijo, que el Evangelio de Marcos afirma que era carpintero.

Las genealogías que aparecen al comienzo de los Evangelios de Mateo y Lucas presentan a José como descendiente del rey David. Según Lucas, José aún vivía cuando Jesús tenía doce años. Como ningún evangelista lo menciona durante el ministerio público de Jesús, se presume que José había muerto antes de que esto sucediera. El Evangelio de Mateo lo llama "justo", lo que se interpreta como leal y devoto a lo establecido por el Señor.

El término griego utilizado en ambos casos, «τέκτων», no corresponde específicamente a «carpintero», sino a «artesano», a «obrero», aunque más frecuentemente se dice de José que era carpintero. De hecho, así es como suele traducirse en todas las Biblias.

En el Corazón del Padre

Los Padres de la Iglesia primitiva, fieles a Cristo y guías en la verdad del Evangelio, fueron los primeros en retomar el tema de José de Nazaret. Ireneo de Lyon (c.140-c. 202) señaló que José, así como cuidó amorosamente a María, se dedicó con alegría y perseverancia a cuidar de Jesucristo. Lleno de humildad y obediencia, llevó una vida de oración, permaneciendo en diálogo con Dios en medio de las dificultades, miedos o debilidades.

A Ireneo se le unieron Efrén de Siria (306-373) con un sermón laudatorio, Juan Crisóstomo (347-407), Jerónimo de Estridón (347-420) y Agustín de Hipona (354-420), quienes señalaron de manera categórica, refiriéndose a José y María: "Lo que el Espíritu Santo ha obrado, lo ha obrado para los dos. Justo es el hombre, justa es la mujer. El Espíritu Santo, apoyándose en la justicia de los dos, dio un hijo a ambos". Agustín de Hipona, Serm. 51, c. 20.

Según Hegesipo de Jerusalén (110-180), el hermano de José era Cleofás, padre de Simeón. Epifanio (c. 310/320 - 403), obispo de Salamina, añade que José y Cleofás serían hermanos, hijos de Jacob.

Epifanio de Salamina (c. 310/320 - 403) escribió en su obra El Panarion (c. 374-375) que José era el padre de Santiago y sus tres hermanos (José, Simeón, Judá) y dos hermanas (una Salomé y una María)​ o (una Salomé y una Ana)​, siendo Santiago el hermano mayor. Santiago y sus hermanos no eran hijos de María, sino hijos de José de un matrimonio anterior.

Después de la muerte de la primera esposa de José, muchos años después, cuando tenía ochenta años, "tomó consigo a María (la madre de Jesús)".

José su marido, como era justo, y no quería infamarla, quiso dejarla secretamente. Y pensando él en esto, he aquí un ángel del Señor le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque lo que en ella es engendrado, del Espíritu Santo es. (Mateo 1:19-20) Reina-Valera 1960 (RVR1960)

En el Evangelio de Mateo​ se muestra parte del drama que vivió José al enterarse de que María estaba embarazada. Él iba a divorciarse de ella, en secreto porque era lo correcto, porque no quería que ella fuera apedreada como lo establece la Torá (Deuteronomio 22:20-21).

La Escuela Bíblica y Arqueológica Francesa de Jerusalén interpreta la justicia de José como consistente en no querer encubrir con su nombre a un niño cuyo padre no conocía, pero también en que, convencido de la virtud de María, se negó a entregarla al riguroso procedimiento de la ley de Moisés. Según el Evangelio de Mateo (1,20-24), el ángel del Señor le anunció en sueños que ella había concebido por obra del Espíritu Santo y que su hijo «salvaría a su pueblo de sus pecados», por lo que José aceptó a María.

José de Nazaret fue un hombre justo, temeroso de Dios, que buscaba agradarle en todo. Anduvo en obediencia y siempre dispuesto a hacer la voluntad de Dios por encima de las circunstancias. Firme en sus principios y creencias, sujeto a las normas y leyes establecidas.

Esto se refleja en el modo como afronta el delicado momento en que su prometida queda embarazada por obra del Espíritu Santo; en su seno llevará al Mesías esperado, Jesús el Salvador, el Hijo del Altísimo.

Conociendo la ley, él sabía que se consideraba un pecado de adulterio y que ella merecía ser apedreada hasta la muerte. Debido a su naturaleza compasiva, amorosa y misericordiosa, no quiso hacerle daño y decidió dejarla en secreto. Él no sabía que Dios había elegido a María como pieza clave en su plan de salvación del hombre perdido y muerto en sus crímenes y pecados, y que también le tocaba a él, junto a ella, servir como padre terrenal de su Hijo Unigénito.

José, hombre piadoso y sumiso al Señor, la aceptó como esposa, sin importar los riesgos, conservándola virgen hasta el parto. Este detalle ejemplifica su capacidad de continencia como hombre.

El Evangelio continúa diciendo que antes de que Herodes I el Grande (c. 74 a.C - c. 4 a.C) ordenara matar a todos los niños menores de dos años en Belén y toda la región, José tomó al niño Jesús y a su madre y huyó a Egipto. Cuando Herodes murió, José volvió a Israel con el niño y su madre. Pero cuando José oyó que Herodes Arquelao (c. 23 a. C. - c. 18 d. C.), hijo de Herodes el Grande, reinaba en Judea, tuvo miedo de ir allá y se retiró a la región de Galilea, a Nazaret (Mateo 2,13-23). Según el Evangelio de Lucas (1,26-38), Nazaret había sido el lugar de residencia de María, ya casada con José, cuando tuvo lugar la Anunciación (el día en que el Arcángel Gabriel se apareció a María y le reveló la voluntad de Dios de que ella se convirtiera en la Madre del Hijo de Dios).

El gran privilegio de José fue ser el padre ideal que Dios quería para su Hijo único. Su obediencia fue tan marcada que cumplió con todas las normas. Lo podemos ver respondiendo al llamado al censo emitido por el emperador romano Augusto (63 a.C.- 14 d.C.), y con María en avanzado estado de embarazo, cuando van a Belén para empadronarse, por ser de la casa y familia de David, donde nace Jesús y así se cumple la profecía de Miqueas 5:2.

La última vez que José aparece en la Biblia es cuando Jesús tenía 12 años, en el relato de su pérdida y descubrimiento en el templo. A partir de entonces, sólo se le menciona cuando se hace referencia a Jesús como su hijo, en Mateo 13:55, Lucas 4:22, Juan 1:45 y Juan 6:42.

José cumplió el propósito de Dios y su papel de padre siendo también cabeza de la familia, proveedor, protector, suplidor de necesidades, líder espiritual, ferviente creyente, formador, instructor en creencias y leyes morales. Enseñó su oficio a Jesús, y así fue reconocido y recordado a lo largo de los siglos.

En los Escritos Apócrifos

Llamamos apócrifos a aquellos libros que tienen ciertas similitudes con los libros inspirados, pero que nunca fueron recibidos en el canon porque no fueron reconocidos como inspirados por no cumplir con los requisitos de canonicidad.

Es imposible determinar un número exacto de libros apócrifos porque también este año se registraron nuevos descubrimientos de documentos bíblicos y la posible presencia de algunos extrabíblicos. Para establecer un número exacto de documentos apócrifos conocidos tendríamos que hablar de todos los archivos encontrados, conservados y registrados en publicaciones formales.

La mayoría de los expertos sitúan la fecha de redacción de los apócrifos del Antiguo Testamento entre los siglos II y I a.C. El período Inter testamentario fue particularmente convulso en términos políticos y religiosos, y tal vez ese fue uno de los motores que motivaron a muchos a escribir documentos y atribuirlos a un autor bíblico reconocido para validar su mensaje.

«Los evangelios apócrifos constituyen una parte importante de la tradición de los hechos del cristianismo. Sin embargo, la etiqueta de "apócrifos" provocó que los eruditos y los cristianos corrientes no los valoraran. Junto a los evangelios canónicos, los evangelios apócrifos aparecen como aquellos que hacen referencia a leyendas y mitos en contraposición a los que hablan de hechos. Esto no siempre es así, pues en ocasiones, aunque ciertamente raramente, transmiten ciertas noticias y dichos de Jesús que pueden ser cercanos al Jesús histórico.

El término "apócrifos" significa etimológicamente "oculto", "encubierto". En cierta manera, la denominación primitiva alude a una reserva intencionada, pues tanto para algunos eclesiásticos como para algunos herejes, se trataba de obras conocidas y utilizadas sólo por un grupo privilegiado de iniciados. La etiqueta les resultó particularmente útil, ya que los escritos apócrifos eran frecuentemente criticados por la mayoría de los escritores ortodoxos como peligrosos o desviados de la verdadera doctrina.

El significado actual de "apócrifo" ha cambiado respecto de este sentido original y significa "falso, rechazado" por la ortodoxia, por lo que está especialmente dedicado a obras que imitan géneros literarios bíblicos pero que no han sido admitidas por la Iglesia en el canon de los libros inspirados.

Historia de José el Carpintero (latín: Historia Josephi Fabri Lignari)

El libro apócrifo La Historia de José el Carpintero fue escrito en el siglo VI y presentado como una biografía de José dictada por Jesús. Se trata de una colección de tradiciones sobre María (madre de Jesús), probablemente compuesta en el Egipto bizantino en griego a finales del siglo VI o principios del VII, pero que sólo sobrevive en una traducción árabe.

Es uno de los textos de los evangelios apócrifos que hacen referencia a la vida de Jesús antes de los 12 años.

El texto se enmarca como una explicación de Jesús en el Monte de los Olivos sobre la vida de José, su padrastro. En concordancia con la virginidad continua de María, el texto proclama que José tuvo cuatro hijos (Judas, José, Santiago y Simón) y dos hijas (Asia y Lidia) de un matrimonio anterior.

Después de estos antecedentes básicos, el texto procede a parafrasear el Protoevangelio de Santiago, deteniéndose en el momento del nacimiento de Jesús. El texto dice que José fue bendecido milagrosamente con juventud mental y física, muriendo a la edad de 111 años. Sus hijos mayores (José y Simón) se casan y tienen hijos, y asimismo sus dos hijas se casan y viven en sus propias casas.

La muerte de José ocupa una parte sustancial del texto. En primer lugar, ofrece una oración significativa, que incluye en sus últimas palabras una serie de lamentaciones por sus pecados carnales. Aproximadamente el 50% de la obra es una prolongación de la escena de la muerte, en la que se le aparece el ángel de la muerte, así como los arcángeles Miguel y Gabriel. Al final del texto, Jesús afirma que María permaneció virgen durante todos sus días al dirigirse a ella como mi madre, virgen sin mancha.

El texto dice: Y los santos apóstoles conservaron esta conversación y la dejaron por escrito en la biblioteca de Jerusalén.

Algunos datos indican que el texto fue escrito en Egipto en el siglo V. Sobreviven dos versiones, una en copto y otra en árabe, siendo la versión copta probablemente la original. Gran parte del texto se basa en material del Evangelio de Santiago.

El apócrifo de principios del siglo III Primer Apocalipsis de Santiago de la biblioteca de Nag Hammadi dice: Jesús le habla a Santiago: No sin razón te he llamado mi hermano, aunque no eres mi hermano materialmente.​ Esto añade un registro más de la relación de María con los hermanos de Jesús, permitiendo explicar su virginidad perpetua.

He aquí el relato del fallecimiento de nuestro santo padre José, padre del Cristo según la carne, y que vivió ciento once años. En el monte de los Olivos nuestro Salvador refirió a los apóstoles su vida por entero. Y los mismos apóstoles escribieron sus palabras, y las depositaron en la Biblioteca de Jerusalén. Y el día en que el santo anciano abandonó su cuerpo, en la paz de Dios, fue el 26 del mes de epifi.

Discurso de Jesús a los Apóstoles

I. Y llegó un día en que, hallándose nuestro buen Señor sentado en el monte de los Olivos y sus discípulos reunidos en torno suyo, les habló en estos términos: 

Queridos hermanos, hijos de mi buen Padre, vosotros, a quienes Él ha elegido para heraldos suyos entre el mundo entero, sabéis bien cuán a menudo os he predicho que seré crucificado; que gustará la muerte por todos; que resucitará de entre los muertos; que os daré el encargo de predicar el Evangelio, a fin de que lo anunciáis en el mundo entero; que os investiré de una fuerza venida de lo alto, y que os llenará del Espíritu Santo, para que prediquéis a todas las naciones, diciéndoles: 

Haced penitencia, porque más vale al hombre hallar un vaso de agua en la vida venidera que gozar en ésta de todos los bienes del mundo y, además, el lugar que ocupa la planta de un pie en el reino de mi Padre vale más que todas las riquezas de este mundo y, a más, una hora de los justos que se regocijan vale más que cien años de los pecadores que lloran y se lamentan. 

Así, pues, ¡oh mis miembros gloriosos!, cuando vayáis entre los pueblos, dirigidles esta enseñanza: Con balanza justa y justo peso mi Padre pesará vuestra conducta. Una sola palabra que hayáis dicho os será examinada. Así como no hay medio de escapar a la muerte, tampoco lo hay de escapar a nuestros actos buenos o malos. 

Mas cuanto yo os he dicho termina en esto: el fuerte no se puede salvar por su fuerza, ni el hombre por la multitud de sus riquezas. Y escuchad ahora, que os contaré la historia de mi padre José, el viejo carpintero, bendito de Dios.

Viudez de José

II. Había un hombre llamado José, natural de la villa de Bethlehem, la de los judíos, que es la villa del rey David. Era muy instruido en la sabiduría y en el arte de la construcción. 

Este hombre llamado José desposó a una mujer en la unión de un santo matrimonio, y le dio hijos e hijas: cuatro varones y dos hembras. He aquí sus nombres: Judá, Josetos, Jacobo y Simeón. 

Los nombre da las muchachas eran Lisia y Lidia. Y la mujer de José murió, según ley de todo nacido, dejando a su hijo Jacobo de corta edad. Y José, varón justo, glorificaba a Dios en todas sus obras. E iba fuera de su villa natal a ejercer el oficio de carpintero, con dos de sus hijos, porque vivían del trabajo de sus manos, según la ley de Moisés. Y este hombre justo de que hablo es mi padre carnal, a quien mi madre María fue unida como esposa.

María es presentada en el templo

III. Mientras mi padre José vivía en viudedad, María, mi madre, buena y bendita en todo modo, estaba en el templo, consagrada a su servicio en la santidad. Tenía entonces la edad de doce años y había pasado tres en la casa de sus padres y nueve en el templo del Señor. 

Viendo los sacerdotes que la Virgen practicaba el ascetismo, y que permanecía en el temor del Señor, deliberaron entre sí y se dijeron: Busquemos un hombre de bien para desposarla, no sea que el caso ordinario de las mujeres le ocurra en el templo y seamos culpables de un gran pecado.

Elección de José como esposo tutelar de María

IV. Por entonces convocaron a la tribu de Judá, que habían elegido entre las doce, echando a suertes. Y la suerte correspondió al buen viejo José, mi padre carnal. Y los sacerdotes dijeron a mi madre, la Virgen bendita: 

Vete con José y obedécele, hasta que llegue el tiempo en que efectúes el casamiento. Mi padre José acogió a María en su casa, y ella, encontrando al pequeño Jacobo con la tristeza del huérfano, se encargó de educarlo, y por esto se llamó a María madre de Jacobo. 

Luego que José la hubo recibido, se puso en viaje hacia el lugar en que ejercía su oficio de carpintero. Y, en su casa, María, mi madre, pasó dos años hasta que llegó el buen momento.

Concepción pura de María / Dudas y preocupaciones de José

V. En el catorceno año de su edad, vine al mundo de mi propia voluntad, y entré en ella, yo, Jesús, vuestra vida. Cuando llevaba tres meses encinta, el cándido José volvió de su viaje. Y, encontrando a la Virgen embarazada, se turbó, tuvo miedo y pensó despedirla en secreto. Y, a causa del disgusto, no comió ni bebió en todo aquel día.

Un ángel revela a José el misterio del embarazo de María

VI. Mas, mediada la noche, he aquí que Gabriel, el arcángel de la alegría, vino a él en una visión, por mandato de mi Padre, y le dijo: José, hijo de David, no temas admitir a María, tu esposa, porque aquel que ella parirá ha salido del Espíritu Santo. Y se le llamará Jesús, y él es quien apacentará y guiará a todos los pueblos con un cetro de hierro. Y el ángel se alejó de él, y José se levantó, hizo como el ángel le había ordenado y recibió a María junto a sí.

La vejez robusta y juiciosa de José

X. Y, pasado tan largo lapso, su cuerpo no estaba debilitado. Sus ojos no habían perdido la luz y ni un solo diente había perdido su boca. En ningún momento le faltó prudencia y buen juicio, antes permanecía vigoroso como un joven, cuando ya su edad había alcanzado el año ciento once.

Sumisión de Jesús a sus padres

XI. Entonces, sus hijos más jóvenes, Josetos y Simeón, tomaron mujer y se establecieron en sus casas. Sus dos hijas también se casaron, según es lícito a todo ser humano. José permaneció con Jacobo, su hijo más joven. Y, desde que la Virgen me pariera, yo había permanecido con ella en la completa sumisión que conviene a la calidad de hijo. 

Porque, en verdad, yo he ejecutado y hecho todas las obras humanas, fuera del pecado. Y llamaba a María «madre» y a José «padre». Y obedecía en cuanto me iban a decir. Y no les replicaba una sola palabra, sino que los amaba mucho.

Se acerca la muerte de José / Oración dirigida por José a Dios

XII. Y ocurrió que la muerte de mi padre se acercó, según es ley del hombre. Cuando su cuerpo sintió la enfermedad, su ángel le advirtió: En este año morirás. Y su alma se turbó y fue a Jerusalén, al templo del Señor, y se prosternó ante el altar, diciendo:

XIII. ¡Oh, Dios, padre de toda misericordia y de toda carne, Dios de mi alma, de mi cuerpo y de mi espíritu, pues que los días de mi vida en este mundo se han cumplido, he aquí que yo te ruego, Señor Dios, envíes a mí al arcángel San Miguel, para que esté junto a mí hasta que mi pobre alma salga de mi cuerpo, sin dolor y sin turbación! 

Porque para todo hombre hay un gran temor que es la muerte: para el hombre y para todo animal doméstico, o para la bestia salvaje, o para el reptil, o para el pájaro, en una palabra, para toda criatura bajo el cielo, que posee un alma viviente, es un dolor y una aflicción esperar que su alma se separe de su cuerpo.

Así, pues, mi Señor, que esté tu arcángel junto a mí hasta que mi alma se separe sin dolor de mi cuerpo. No permitas que el ángel que me fue dado vuelva hacia mí su róstro lleno de cólera, cuando yo esté en tu camino, y que me deje solo. 

No dejes que aquellos cuya faz cambia me atormenten en el camino que yo recorra hacia ti. No dejes detener mi alma por quienes guardan tu puerta, y no me confundas ante tu tribunal formidable. No desencadenes contra mí las olas del río de fuego en que todas las almas se purifican antes de ver la gloria de tu divinidad, ¡oh Dios, que juzgas a todos en verdad y en justicia! 

Ahora, mi Señor, reconfórteme tu misericordia, porque tú eres la fuente de todo bien. A ti sea dada gloria por la eternidad de las eternidades. Amén.

Enfermedad de José

XIV. Y se dirigió en seguida a Nazareth, la villa en que habitaba. Y sufrió la enfermedad de que debía morir, según el destino de todo hombre. Y su enfermedad era más grave que ninguna de las que había sufrido desde el día en que fue puesto en el mundo. 

He aquí los estados de vida de mi querido padre José. Alcanzó la edad de cuarenta años. Tomó mujer. Vivió cuarenta y nueve años con su mujer, y, cuando ésta murió, pasó un año solo. 

Mi madre pasó luego dos años en su casa, luego que los sacerdotes se la hubieran confiado, dándole esta instrucción: Vela por ella hasta el momento de cumplir vuestro matrimonio. Al comenzar el tercer año de vivir ella con él, y en el quinceno año de la vida de ella, me puso en el mundo por un misterio que únicamente comprendemos yo, mi Padre y el Espíritu Santo, que sólo somos uno.

Trastornos físicos y mentales de José

XV. Y el total de los días de la vida de mi padre, el bendito viejo José, fue de ciento once años, conforme a la orden que había dado mi buen Padre. El día en que dejó su cuerpo fue el 26 del mes de epifi. Entonces, el oro fino que era la carne de mi padre José comenzó a transmutarse, y la plata que eran su razón y su juicio se alteró. 

Olvidó el comer y el beber y se equivocaba en su oficio. Ocurrió, pues, que ese día, 26 de epifi, cuando la luz comenzaba a extenderse, mi padre José se agitó mucho sobre su lecho. Sintió un vivo temor, lanzó un profundo gemido y se puso a gritar con gran turbación, expresándose de este modo:

¡Malhaya yo en este día! ¡Malhaya el día en que mi madre me parió! ¡ Malhaya el seno en que recibí el germen de vida! ¡Malhayan los pechos cuya leche mame! ¡Malhayan las rodillas en que me he sentado! ¡Malhayan las manos que me sostenían hasta que fui mayor, para entrar en el pecado! 

¡Malhayan mi lengua y mis labios, que se han empleado en la injuria, la calumnia, la detracción y el engaño! ¡Malhayan mis ojos, que han visto el escándalo! ¡Malhayan mis oídos, que han gustado de escuchar frívolos discursos! ¡Malhayan mis manos, que han tomado lo que no les pertencía! 

¡Malhayan mi estómago y mi vientre, que han tomado alimentos que no les correspondían y que, si hallaban alguna cosa de comer, la devoraban más que una llama pudiera hacerlo! ¡Malhayan mis pies, que tan mal han servido a mi cuerpo, llevándolo por otras vías que las buenas! 

¡Malhaya mi cuerpo, que ha tornado mi alma desierta y extraña al Dios que la creó! ¿Qué haré yo ahora? Estoy cercado por todas partes. En verdad, malhaya todo hombre que corneta pecado. En verdad que la misma turbación que yo he visto en mi padre Jacobo cuando dejó su cuerpo cae hoy sobre mí, desgraciado que soy. Pero es Jesús, mi Dios, el árbitro de mi suerte, quien cumple su voluntad en mí.

Jesús consuela a su padre

XVII. Viendo que mi padre José hablaba de tal forma, me levanté y fui hacia él, que estaba acostado, y lo hallé turbado de alma y de espíritu. Y le dije: Salud, mi querido padre José, cuya vejez es a la vez buena y bendita. 

Él, con gran temor de la muerte, me contestó: ¡Salud infinitas veces, mi hijo querido! He aquí que mi alma se apacigua después de escuchar tu voz. ¡Jesús, mi Señor! ¡Jesús, mi verdadero rey! ¡Jesús, mi bueno y misericordioso salvador! ¡Jesús, el liberador! ¡Jesús, el guía! ¡Jesús, el defensor! ¡Jesús, todo bondad! ¡Jesús, cuyo nombre es dulce y muy untuoso a todas las bocas! ¡Jesús, ojo escrutador! ¡Jesús, oído atento!

Escúchame hoy a mí, tu servidor, que te implora, y que solloza en tu presencia. Tú eres Dios, en verdad. Tú eres, en verdad, el Señor, según el ángel me ha dicho muchas veces, sobre todo el día que mi corazón tuvo sospechas, por un pensamiento humano, cuando la Virgen bendita estaba encinta y yo me propuse despedirla en secreto. 

Cuando tales eran mis reflexiones, el ángel se me mostró en una visión, y me habló en estos términos: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, porque aquel que ha de parir es salido del Espíritu Santo. No albergues ninguna duda respecto a su embarazo, porque ella parirá un niño, que llamarás Jesús. Tú eres Jesús, el Cristo, el salvador de mi alma, de mi cuerpo y de mi espíritu. No me condenes a mí, tu esclavo y obra de tus manos. 

Yo no sé nada, Señor, y no comprendo el misterio de tu concepción desconcertante. Nunca he oído que una mujer haya concebido sin un hombre, ni que una mujer haya parido conservando el sello de su virginidad. Yo recuerdo el día que la serpiente mordió al niño que murió. Su familia te buscó para entregarte a Herodes, y tu misericordia lo salvó. 

Resucitaste a aquel cuya muerte te habían achacado por calumnia, diciendo: Tú eres quien lo ha matado. Hubo una gran alegría en la casa del muerto. Yo te tomé la oreja, y te dije: Sé prudente, hijo. Y tú me reprochaste, diciendo: Si no fueses mi padre según la carne, no haría falta que te enseñase lo que acabas de hacer. 

Ahora, pues, ¡oh mi Señor y mi Dios!, si es para pedirme cuenta de aquel día para lo que me has enviado estos signos terroríficos, yo pido a tu bondad que no entres conmigo en disputa. Yo soy tu esclavo y el hijo de tu sierva. Si rompes mis lazos, yo te ofreceré un sacrificio de alabanza, es decir, la confesión de la gloria de tu divinidad. Porque tú eres Jesucristo, el hijo del Dios verdadero y el hijo del hombre al tiempo mismo.

Jesús consuela a su madre

XVIII. Al acabar de hablar así mi padre José, no pude contener las lágrimas, y lloraba viendo que la muerte lo dominaba y oyendo las palabras que salían de su boca. En seguida, ¡oh hermanos míos!, pensé en mi muerte en la cruz para salvar al mundo entero. 

Y aquella cuyo nombre es suave a la boca de quienes me aman, María, mi madre, se levantó. Y me dijo con una gran tristeza: ¡Malhaya yo, querido hijo! ¿Va, pues, a morir aquel cuya vejez es buena y bendita, José, tu padre según la carne? 

Yo dije: ¡Oh mi madre querida! ¿Quién de entre todos los hombres no pasará por la muerte? Porque la muerte es la soberana de la humanidad, ¡oh mi bendita madre! Tú misma morirás como todo nacido. Pero así para José, mi padre, como para ti, la muerte no será una muerte, sino una vida eterna y sin fin. 

Porque también yo debo necesariamente morir, a causa de la forma carnal que he revestido. Ahora, pues, ¡oh mi madre querida!, levántate para ir hacia José, el viejo bendito, a fin de que sepas el destino que le vendrá de lo alto.

Dolores y gemidos de José

XIX. Y ella se levantó. Y, dirigiéndose al lugar en que Josa estaba acostado, lo encontró cuando los signos de la muerte acababan de manifestarse en él. Yo, ¡oh mis amigos!, me senté a su cabecera, y María, mi madre, a sus pies. Él levantó los ojos hacia mi rostro. Y no pudo hablar, porque el momento de la muerte lo dominaba. Entonces alzó otra vez la vista, y lanzó un gran gemido. 

Yo sostuve sus manos y sus pies un largo trecho, mientras él me miraba y me imploraba, diciendo: No dejéis que me lleven. Yo coloqué mi mano en su corazón, y conocí que su alma había subido ya a su garganta, para ser arrancada de su cuerpo. 

No había llegado aún el instante postrero, en que la muerte debía venir, porque, si no, ya no hubiera aguardado más. Pero habían llegado ya la turbación y las lágrimas que la preceden.

Comienza la agonía del Patriarca

XX. Cuando mi querida madre me vio palpar su cuerpo, ella le palpé los pies, y encontró que el calor y la respiración lo habían abandonado. Y me dijo ingenuamente: ¡Gracias, hijo mío! Desde que has posado tu mano sobre su cuerpo, el calor lo ha dejado. 

He aquí sus pies y sus piernas, que están frías como el hielo. Yo fui hacia sus hijos, y les dije: Venid para hablar a vuestro padre, que ahora es el momento, antes que la boca deje de hablar, y la pobre carne se vuelva fría. Entonces los hijos e hijas de José fueron a él. Y él estaba en peligro a causa de los dolores de la muerte y presto a salir de este mundo. 

Lisia, la hija de José, dijo a sus hermanos: Malhaya a mí, mis hermanos queridos, si éste no es el mal de nuestra madre, que no habíamos vuelto a ver hasta ahora. Igual será nuestro padre José, que no veremos nunca más. Entonces los hijos de José alzaron la voz, llorando. 

Yo también, y María, la Virgen, mi madre, lloramos con ellos, porque el momento de la muerte había sobrevenido.

Jesús ve acercarse la muerte

XXI. Entonces miré en dirección al mediodía y divisé a la muerte. Entré en la mansión, seguida de Amenti, que es su instrumento, con el diablo seguido de sus ayudantes, vestidos de fuego, innumerables y echando por la boca humo y azufre. 

Mi padre José miró y vio que lo buscaban, llenos contra él de la cólera con que acostumbran a encender sus rostros contra toda alma que deja un cuerpo, especialmente contra los pecadores en quienes advierten el más mínimo signo de posesión. 

Cuando el buen viejo los divisé, sus ojos vertieron lágrimas. En este momento, el alma de mi buen padre José se separó, lanzando un suspiro, a la vez que buscaba medio de ocultarse, para salvarse. Cuando yo vi, por el gemido de mi padre José, que había distinguido a las potencias que nunca hasta entonces había visto, me levanté en seguida, y amenacé al diablo y a los que iban con él. Y todos se fueron en vergüenza y con gran desorden. Y, de cuantos estaban sentados en torno a mi padre José, nadie, ni aun mi madre María, conoció nada de los ejércitos terribles que persiguen a las almas de los hombres. 

Cuanto a la muerte, cuando vio que yo había amenazado a las potencias de las tinieblas, y las había echado fuera, tomó miedo. Y me levanté al instante, y elevé una plegaria a mi Padre Misericordioso, diciéndole:

¡Oh Padre mío, raíz de toda misericordia y de toda verdad! ¡Ojo que ves! ¡Oído que oyes! 

Escúchame a mí, que soy tu hijo querido, y que te imploro por mi padn José, rogando que le envíes un cortejo numeroso de ángeles, con Miguel, el dispensador de la verdad, y con Gabriel, el mensajero de la luz. Acompañen ellos el alma de mi padre José, hasta que haya pasado los siete círculo; de las tinieblas. 

No atraviese mi padre las vías angostas por las que es terrible andar, donde se tiene el gran ea panto de ver las potencias que las ocupan, donde el río de fuego que corre en el abismo mueve sus ondas como las olas del mar. Y sé misericordioso para el alma de mi buen padre José, que va a tus manos santas, porque éste es el momento en que necesita tu misericordia. 

Yo os lo digo, ¡oh mis venerables hermanos, y mis apóstoles benditos!: todo hombre nacido en este mundo y que conoce el bien y el mal, después que ha pasado todo su tiempo en la concupiscencia de sus ojos, necesita la piedad de mi buen Padre cuando llega el momento de morir, de franquear el pasaje, de comparecer ante el Tribunal Terrible y de hacer su defensa. Pero vuelvo al relato de la salida del cuerpo de mi buen padre José.

José expira

XXIII. Y, cuando la agonía llegaba a su término último y mi padre iba a rendir el alma, lo abracé. Y apenas dije el amén, que mi querida madre repitió en la lengua de los habitantes del cielo, se presentaron Miguel y Gabriel, con el coro de los ángeles, y se colocaron cerca del cuerpo de mi padre José. En este momento la rigidez y la opresión lo abrumaban en extremo, y comprendí que el instante próximo y su premio habían llegado, porque el cuerpo era presa de dolores parecidos a los que preceden al parto. 

La agonía lo acosaba, tal que una violenta tempestad o un enorme fuego que devora gran cantidad de materias inflamables. Cuanto a la muerte misma, el miedo no le permitía entrar en el cuerpo de mi querido padre José, para separarlo de su alma, porque, al mirar el interior de la habitación, me encontró sentado cerca de su cabeza y con mi mano en sus sienes. 

Y, cuando advertí que la intrusa vacilaba en entrar por mi causa, me levanté, me puse detrás del umbral y encontré a la muerte, que esperaba sola y poseída de un gran temor. Y le dije: ¡Oh tú, que has llegado de la región del mediodía, entra pronto a cumplir lo que mi Padre te ha ordenado! 

Pero vela por José como por la luz de tus ojos, porque es mi padre según la carne y ha sufrido por mí mucho, desde los días de mi niñez, huyendo de un sitio a otro, a causa del perverso propósito de Herodes. Y he recibido sus lecciones, como todos los hijos cuyos padres acostumbran a instruirlos para su bien. Y entonces Abbatón entró y tomó el alma de mi padre José, y la separó de su cuerpo, en el punto y hora en que el sol iba a despuntar en su órbita, el 12 del mes de epifi. Y el total de los días de la vida de mi querido padre José fue de ciento once años. 

Y Miguel tomó los dos extremos de una mortaja de seda preciosa, y Gabriel tomó los otros dos. Y tomaron el alma de mi querido padre José, y la depositaron en la mortaja. Y ninguno de los que se hallaban cerca del cuerpo de mi padre conoció que había muerto, y mi madre Maria, tampoco. 

Y mandé a Miguel y a Gabriel que velasen el cuerpo de José, a causa de los raptores que pululaban por los caminos, y que los ángeles incorporales, cuando salieran de la casa con el cadáver, continuasen cantando en su ruta, hasta conducir el alma a los cielos, cerca de mi buen Padre.

Jesús consuela a los hijos de José

XXIV. Y volví cerca del cuerpo de mi padre José, que yacía como un cesto. Le bajé los ojos y se los cerré, así como la boca, y quedé contemplándolo. Y dije a la Virgen: Oh María, ¿qué se hicieron los trabajos del oficio que José realizó desde su infancia hasta ahora? 

Todos han pasado en un solo momento. Es como si no hubiese venido nunca al mundo. Cuando sus hijos e hijas me oyeron decir esto a María, mi madre, me dijeron con profusión de lágrimas: Malhaya nosotros, ¡oh nuestro Señor! Nuestro padre ha muerto, ¡y nosotros no lo sabíamos! 

Yo les dije: En verdad, ha muerto. Mas la muerte de José, mi padre, no es una muerte, sino una vida para la eternidad. Grandes son los bienes que va a recibir mi muy amado José. Porque desde que su alma ha dejado su cuerpo, todo dolor ha cesado para él. Está en el reino de los cielos por toda la eternidad. Ha dejado tras sí este mundo de penosos deberes y de vanos cuidados. 

Ha ido a la morada de reposo de mi Padre, que está en los cielos, y que nunca será destruida. Cuando yo hube dicho a mis hermanos: Ha muerto vuestro padre José, el viejo bendito, se levantaron, desgarraron sus vestiduras, y lloraron mucho rato.


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